28.9.11

¿Pequeños milagros?

   
      Subió al taxi y apoyó su guitarra enfundada en cuero negro sobre su falda.

-¿A dónde vamos?- preguntó el taxista.
-No muy lejos- le contestó, -Coronel Díaz y Arenales.

     Estaba cansado. Había sido un día muy largo entre ensayos y peleas con los integrantes de la banda, así que recostó su cabeza contra la ventanilla y cerró los ojos sólo por un par de segundos.

-¿El Señor toca la guitarra?

     La voz grave que venía del asiento de adelante hizo que abra los ojos. Miró al taxista en el espejito por primera vez desde que subió al vehículo. Era un hombre de unos 50 años, algunas canas en la sien y mirada nostálgica.

-Eso intento-, fue su respuesta, algo seca y cortante. 

     No tenía ganas de conversar como lo hacia habitualmente. Sólo quería llegar lo más rápido posible a su casa. Bajó la vista por un momento, hizo un gesto de hastío y cuando estaba a punto de cerrar los ojos el taxista hablo de nuevo.

-Y... ¿El señor toca tangos?-, insistió.

     Pensó un segundo antes de responderle. “Qué culpa tiene este pobre trabajador de mi cansancio y mal humor”, se dijo a si mismo. “De todas maneras el viaje es corto y en diez minutos estaré en mi casa, en mi cama...” 
    
-Algunos-. Trató de ser lo más amable posible, cambiando la actitud que había tenido hasta ese momento con el conductor.

-Usted sabe,- dijo el taxista -hay uno que me gusta mucho, se llama Enamorados en la esquina. ¿Lo conoce?-. Su rostro se volvió alegre, lleno de expectativa.
-La verdad que no. No soy un experto en tangos. Lo siento.
-Es un tango hermoso-, le contestó entusiasmado.
-Lo lamento.
-¡Qué lastima! Hubiera sido una grata coincidencia que Usted lo conozca, ¿no? Que justo se suba a mi taxi una persona que sepa tocar mi tango favorito-. Hizo una pausa -Pero bueno, no se le puede andar pidiendo a la vida pequeños milagros, ¿no? 

     Al terminar esa frase, dio vuelta por primera vez la cabeza hacia atrás, buscando un gesto de aprobación en su pasajero, pero no lo encontró. Él ya estaba con la vista en el trafico.

     Se hizo un pequeño silencio hasta que llegaron a destino. Le pagó y se bajo del taxi.

*

     Pasaron unos cuantos años de aquel viaje. Siete, tal vez ocho. Bastante tiempo. Lapso en el cual se separó de su banda, cambió musicalmente su rumbo artístico, se fue a trabajar a Europa, se casó, se divorció, y volvió a su antiguo departamento, por nombrar algunos de los sucesos mas importantes que le ocurrieron en ese periodo de tiempo. Pero quizá para destacar, está el hecho de que a partir de aquel encuentro con el taxista, empezó a interesarse mucho más en el tango. Con mucho esfuerzo, preguntando, investigando, consiguió una grabación viejísima de Enamorados en la Esquina y le encantó. El taxista tenia razón. Era un tango bellísimo, de una armonía perfecta y una melodía hermosa. Lo aprendió a tocar y hasta lo incluyó en su repertorio habitual.

*

     Había terminado su show de los jueves en el barcito de San Telmo. Caminó media cuadra hasta la avenida y paró un taxi como todas las noches desde que se presentaba a tocar en ese lugar.

-¿A dónde vamos?-, preguntó el taxista.
-Coronel Díaz y Arenales-. Se acomodó y perdió la vista en el tránsito.
-¿El Señor toca la guitarra?-, le pregunto el taxista e hizo una seña con los ojos, como apuntando a la guitarra.
-Así es-, le respondió y volvió la vista a la calle
-Y... ¿El Señor toca tangos?-, replicó el taxista.

     Recordó entonces una pequeña conversación que había tenido años atrás, también en un taxi, rumbo a su casa.
-Algunos- le contestó con asombro.
-Usted sabe-, dijo el hombre, -hay uno que me gusta mucho, se llama Enamorados en la esquina. ¿Lo conoce?

     Miró por el espejo retrovisor los ojos del taxista y vio la misma mirada nostálgica de aquel entonces. Intentó disimular la sorpresa. Se acomodó en el asiento y puso sus manos sobre la guitarra. En ese instante fue como si se hubiera detenido el tiempo. Pensó en qué contestarle. Tal vez el taxista también lo recordaba a él. Pero no podía ser. Habían transcurrido varios años de aquella conversación, en los cuales habrían subido al taxi tantas personas con una guitarra en la mano que le sería imposible acordase de él. Se vio a si mismo contestando que sí, que no sólo lo sabía sino que también lo tocaba, y muy bien. Otra opción fue recordarle al conductor el encuentro de varios años atrás. Contarle que gracias a él había descubierto uno de los mejores y más lindos tangos que jamás hubiera escuchado. Decidió entonces responderle que sí, que efectivamente conocía dicho tango y luego esperar la reacción del taxista. Sin embargo, un segundo antes de pronunciar alguna palabra, le vino a la mente la última frase con la que había terminado aquella conversación. Entonces sintió algo extraño. Una sensación parecida a un poder. El poder de realizar uno de esos pequeños milagros, como los llamaba el taxista. En ese momento él podía decidir si llevarlo a cabo o no, si se iba a dar esa gran coincidencia o dejar pasar la oportunidad.

     El tiempo seguía detenido para él. Levantó la vista. Sintió la mirada expectante del taxista a través del espejo. Y de la nada, en su cabeza, la confusión inicial había desaparecido. Prefirió no hacerse cargo. Coincidencia o milagro, pequeño o no, milagro barato en el mejor de los casos, quiso dejar que éstos lo sorprendan a él, que sucedan solos, que aparezcan por si mismos, o que los realice otros, pero no él. 

     Respiró profundo.
-La verdad que no. No me gusta el tango. Lo siento.
-Es una lastima, es un tango muy lindo. Es mi favorito.

     Después hubo un gran silencio hasta que llegaron a destino. Le pagó y se bajó del taxi.


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